Bukele, entre el populismo y el autoritarismo

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha consolidado un estilo de gobernanza que bordea, cada vez con menos disimulo, el autoritarismo total. Lo que comenzó como una cruzada efectiva —y mediáticamente espectacular— contra las pandillas que asolaban al país, ha devenido en un régimen que se asemeja peligrosamente a las dictaduras que el propio Bukele ha criticado con vehemencia: las de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua.

Resulta irónico y preocupante que un mandatario que se ha posicionado como el adalid del orden y la seguridad ahora recurra a métodos represivos y leyes propias de regímenes autocráticos. Su reciente propuesta para asfixiar económicamente a las organizaciones no gubernamentales mediante una ley de “agentes extranjeros”, calcada de las políticas aplicadas por Putin, Maduro y Ortega, es un paso alarmante hacia la criminalización de la sociedad civil independiente y de los medios que aún resisten la narrativa oficial.

Bukele no solo busca monopolizar el relato del país como tierra de surf y seguridad, sino que también ha emprendido una ofensiva directa contra cualquier forma de fiscalización. Su iniciativa —que cuenta con el respaldo automático de una Asamblea Legislativa controlada por su partido— pretende sofocar toda crítica, escudándose en el pretexto de una supuesta injerencia extranjera. Mientras tanto, se reprime con violencia manifestaciones sociales, como la reciente protesta campesina que fue dispersada por militares, marcando un retroceso brutal desde los Acuerdos de Paz de 1992.

El presidente salvadoreño, hábil publicista y estratega del espectáculo político, ha hecho de la seguridad un producto exportable, vendiendo su modelo incluso a figuras como Donald Trump, quien sin proceso judicial alguno envió a decenas de supuestos delincuentes a la megacárcel salvadoreña. Pero la seguridad sin derechos humanos ni garantías constitucionales no es un logro democrático: es una amenaza.

Con una popularidad que aún supera el 80%, Bukele se siente intocable. Sin embargo, la legitimidad de un líder no se mide solo en las encuestas o en los votos arrasadores, sino también en su respeto al Estado de derecho, a la pluralidad y a las libertades fundamentales. Y en esos aspectos, Bukele se desliza peligrosamente por el mismo camino que él mismo ha condenado.

El Salvador merece seguridad, sí, pero también merece democracia. Y cuando un presidente comienza a parecerse demasiado a los dictadores que dice combatir, la comunidad internacional y, sobre todo, su propio pueblo, deben prender las alarmas. Porque no hay paz verdadera sin justicia, ni orden legítimo sin libertad.