Cinco siglos de guerra contra el pueblo mapuche

“El pueblo araucano se sume y se pierde para el mundo después de su asomada a la epopeya. La conquista de Chile se consuma en toda la extensión del territorio, excepto en la zona de la maravillosa rebeldía…”

Dicen los primeros cronistas que cuando América no era todavía América, el viento conversaba con las aves del bosque y les anunciaba si vendrían lluvias intensas de las que protegerse. Iban las aves y hablaban con los nobles hombres aquellos, de cómo serían las cosechas o de dónde estarían los mejores pastos para llevar los animales. Así la naturaleza no era naturaleza, sino madre tierra, que cuidaba a los suyos si éstos la respetaban. No era un recurso ni era explotable, pues esas raras palabras eran inexistentes en su lenguaje de agua y cielo. Es la Madre tierra, en unidad y equilibrio con todos los seres que la acompañan. No estaba al servicio del hombre y su apetito voraz.

Así era la tierra nuestra cuando llegaron los hombres barbados allende los mares, hasta los lejanos confines del exuberante sur andino. Vinieron con sus símbolos de dominación y muerte. La espada, la cruz y hasta el inocente y bello lenguaje español fueron útiles a la usurpación inclemente. Solo algunos entre aquellos de piel clara resistieron la vorágine depredadora. Alzaron su valiente palabra, lo único que en definitiva tenían, ante su propio Rey hispano, en defensa de los habitantes originarios. Hoy quinientos años después, el pueblo mapuche sigue resistiendo con su histórica altivez y ancestral paciencia, amparado en su valiosa y desconocida cosmovisión, agrietando los muros de la actual dominación chileno legal.

Gabriela que vivió entre ellos y los conoció como pocos, también alza su voz, su palabra encendida e iluminadora, para ayudar a separar la paja del trigo en este largo, delicado y complejo problema nacional. Señala en La Nación de Buenos Aires (1932), en su texto “Cómo los hemos matado”:

“La que escribe vivió en ciudad chilena rodeada de una «reducción», y puede decir alguna cosa de lo que entendió mirándoles vivir un tiempo. Creo que estas indiadas, como todas las demás, fueron aventadas, enloquecidas y barbarizadas en primer lugar por el despojo de su tierra: los famosos ‘lanzamientos’ fuera de su suelo, la rapiña de una región que les pertenecía por el derecho más natural entre los derechos naturales. Hay que saber, para aceptar esta afirmación, lo que significa la tierra para el hombre indio; hay que entender que lo que para nosotros es una parte de nuestros bienes, una lonja de nuestros numerosos disfrutes, es para el indio su alfa y su omega, el asiento de los hombres y el de los dioses, la madre aprendida como tal desde el gateo del niño, algo como una esposa por el amor sensual con que se regodea en ella y la hija suya por siembras y riesgos. Estas emociones se trenzan en la pasión profunda del indio por la tierra”.

Y continúa su aguda reflexión esclarecedora:

“Nosotros, gentes perturbadas y corrompidas por la industria; nosotros, descendientes de españoles apáticos para el cultivo, insensibles de toda insensibilidad para el paisaje, y cristianos espectadores en vez de paganos convividores con ella, no llegaremos nunca al fondo del amor indígena del suelo, que hay que estudiar especialmente en el indio quechua, maestro agrario en cualquier tiempo. Perdiendo, pues, la propiedad de su Ceres confortante y nutridora, estas gentes perdieron cuantas virtudes tenían en cuanto a clan, en cuanto a hombres y en cuanto a simples criaturas vivas…”.

Si Gabriela Mistral hace 86 años pudo ver el problema y tuvo el coraje de señalarlo. ¿Podremos nosotros como sociedad comprender aquello y tener el coraje político de dar solución a la compleja situación vivida en la Araucanía? La búsqueda de la paz, con participación de todos los sectores, es la única solución al conflicto centenario. Las fuerzas represivas policiales deben salir de la zona porque es una tierra sagrada, no una jungla,

que requiera ningún comando, porque ya sabemos cómo actúan, fuera de toda prudencia y legalidad. Al final terminan como ya tristemente hemos visto, en la muerte de un joven, que debiera enlutar a Chile entero.

Dice Gabriela en su texto, ya legendario de defensa inclaudicable de la paz, “La Palabra maldita”:

“Hay palabras que, hablan más, precisamente por el sofoco y el exilio; y la de ‘paz’ está saltando hasta de las gentes sordas o distraídas. Porque, al fin y al cabo, los cristianos extraviados de todas las ramas, desde la católica hasta la cuáquera, tienen que acordarse de pronto, como los desvariados, de que la palabra más insistente en los Evangelios es ella precisamente, este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabrota obscena. Es la palabra por excelencia y la que, repetida, hace presencia en las escrituras sacras como una obsesión. Hay que seguir voceándola día a día, para que algo del encargo divino flote aunque sea como un pobre corcho sobre la paganía reinante.

Tengan ustedes coraje amigos míos. El pacifismo no es la jalea dulzona que algunos creen; el coraje lo pone en nosotros una convicción impetuosa que no puede quedársenos estática. Digámosla cada día en donde estemos, por donde vayamos, hasta que tome cuerpo y cree una ‘militancia de la paz’, la cual llene el aire denso y sucio y vaya purificándolo.

Sigan ustedes nombrándola contra viento y marea, aunque se queden unos tres años sin amigos. El repudio es duro, la soledad suele producir algo así como el zumbido de oídos que se siente en bajando a las grutas… o a las catacumbas. No importa, amigos, ¡hay que seguir!”

Rodrigo Marcone, Instituto América Gabriela Mistral