Ecosistemas en jaque: la fragilidad ambiental frente a la fuerza de la Justicia

El fallo de la Corte Suprema que, en la práctica, allana el camino para que el megaproyecto minero-portuario Dominga avance en la zona de Punta de Choros obliga a repensar no sólo el equilibrio entre desarrollo y conservación, sino la confianza en las instancias —técnicas y judiciales— que deben proteger los bienes comunes naturales. La decisión de la Suprema, que declaró inadmisibles los recursos presentados por el Gobierno y por organizaciones ambientalistas y reafirmó la vigencia de la Resolución de Calificación Ambiental favorable, fue celebrada por Andes Iron como el fin de “12 años de trámites y litigios”.

Pero el conflicto de Dominga no surgió en un vacío: durante más de una década esta iniciativa ha transitado entre aprobaciones, rechazos técnicos y políticos, y resoluciones del Primer Tribunal Ambiental. El Comité de Ministros rechazó la iniciativa por sus riesgos sobre especies y reservas marinas (entre ellas la vecina Reserva Nacional Pingüino de Humboldt), y ese rechazo fue a su vez cuestionado por la vía judicial. Esa historia no sólo revela un choque de argumentos, sino la dificultad de traducir criterios científicos y valores ambientales en decisiones administrativas y judiciales que se perciban como legítimas y definitivas por la ciudadanía.

El peso económico de un proyecto de cientos de millones de dólares —promesas de empleo, inversión regional y encadenamientos productivos— suele presentarse como argumento decisivo. Y con razón: la minería es un motor central en nuestra economía. Pero cuando ese argumento desplaza o relativiza el derecho a un ecosistema sano, y cuando las garantías procesales o la evaluación técnica parecen vulnerables a errores, omisiones o interpretaciones divergentes, el debate trasciende lo jurídico y entra en lo ético. ¿Qué constituye “daño aceptable” cuando hablamos de un archipiélago marino reconocido internacionalmente por su biodiversidad y por ser hábitat de especies emblemáticas y vulnerables?

Más preocupante aún es la sensación de que la alternancia entre autoridades administrativas y sentencias judiciales termina convirtiendo la protección ambiental en una partida de ajedrez legal. Los tribunales, incluidos los ambientales, cumplen un rol imprescindible: revisar ilegalidades, custodiar procedimientos y dirimir controversias. Sin embargo, cuando decisiones contrarias a la opinión técnica de agencias como el Servicio de Evaluación Ambiental o cuando moratorias y rechazos administrativos son revertidos por vías formales, la percepción pública es que la protección de ecosistemas queda en jaque por la fuerza del derecho contencioso, y no por criterios de precaución científica. Eso erosiona la confianza social y deja expuestas zonas como Punta de Choros a impactos que, una vez ocurridos, son difíciles o imposibles de reparar.

El país necesita, con urgencia, reglas claras y estables que eviten que decisiones ambientales se desmonten por tecnicismos procesales o por vacíos en la institucionalidad. Eso incluye: reforzar la independencia y capacidad técnica de las agencias ambientales; asegurar procesos participativos con acceso real a la información científica; y definir estándares de protección para áreas de alto valor ecológico que no puedan ser relativizados por intereses económicos. La protección del patrimonio natural no es una querella puramente local: la corriente de Humboldt y el archipiélago de Punta de Choros forman parte de un sistema marino de valor global. Actuar como si la economía tuviera prioridad incuestionable sobre la biodiversidad es una apuesta cortoplacista.

Finalmente, la decisión de la Corte Suprema deja una lección política: la defensa del medio ambiente no puede depender sólo de sentencias favorables ni de campañas mediáticas, sino de una arquitectura institucional robusta que traduzca el conocimiento científico en protección efectiva y duradera. Es legítimo defender la inversión y el empleo, pero no a costa de entornos cuya pérdida empobrece para siempre el capital natural que pertenece a todas las generaciones. Si la institucionalidad chilena aspira a ser respetada, debe demostrar que la justicia ambiental funciona con criterios de fondo —y no sólo con formalismos— y que hay espacios prioritarios donde la conservación es una línea roja.