Educación mistraliana: Que el oficio no nos sea impuesto

“Que el oficio no nos sea impuesto: primera condición para que sea amado. Que el hombre lo elija como elige a la mujer, y la mujer lo mismo como elige al hombre, porque el oficio es cosa mucha más importante todavía que el compañero. Estos se mueren o se separan; el oficio queda con nosotros. Solamente Dios es asunto más trascendente para el hombre que su oficio.”

Cada año, a fines de noviembre se vienen tiempos de alto estrés para nuestros miles de jóvenes a lo largo del país, que deben rendir su PSU para postular a alguna institución de educación superior. Terminan ya la etapa de niñez y adolescencia con una fuerte cuota de tensión y desorientación. Acá es donde la comunidad educativa debiera jugar un rol central en la sublime tarea de ayudarles a descubrir su genuina vocación. Es una decisión tan trascendente para la vida presente y futura, que no la deberían afrontar solos. El riesgo es alto de que tomen una decisión de vida, que luego, no tenga sentido para ellos, con todos los sufrimientos morales que implica.

Nuestra primera pensadora y poeta viene en nuestro auxilio y nos dice:

“Andan muchos sintiéndose humillados en su profesión y pensándose superiores a ella. ¿Por qué no la dejan? La recogerán otros que le sean más leales. Cosa tonta vivir con rabia o desabrimiento en el lugar donde algunos pueden permanecer con alegría. Renegar del oficio en que se vive el día es ingenuo como renegar de la piel oscura; se le lleva sin remedio, por voluntad de Dios, si es vocación, por tonta aceptación nuestra si es accidente.

La mala distribución de los oficios —el que un carpintero esté encendiendo hornos y un peón nato, brusco, pesado y zurdo dé clases a los niños— viene a ser una de las primeras causas del malestar colérico que se siente en el mundo.”

Y estas sabias palabras de nuestra maestra y pensadora también aluden a los ya formados en una profesión u oficio que se cumple casi por obligación social o de la familia. Muchas veces, se entró en ella sin el fuego, ni la pasión que las ennoblecería y pagaría con alegría el esfuerzo diario comprometido. ¿Qué hacer si ya estamos viviendo una profesión u oficio que es más que nada rutina, porque el quehacer cotidiano ha perdido todo sentido profundo para uno?

“Nunca es tarde, antes de los cuarenta años, para cambiar de oficio. Se siente el miedo de descolgarse de la profesión en que ya se ha asegurado la plaza y quedarse unos años sin célula cierta en el que se va a ensayar. Para esto, buena es la práctica de algunos sagaces de cultivar paralelamente el que llaman oficio menor, o de prueba. Un intelectual (que suele no serlo) da una hora de la primera mañana o una de la tarde a la encuadernación o a la jardinería, o un taller de electricista. Si lo hace como tanteo para reconocerse capacidades, se desengañará, o se afianzará en el oficio segundón, hasta que llegue el momento de dar el salto sin ninguna angustia…Porque cuando la profesión se vuelve vicio en nosotros, hasta el punto de que el maestro de escuela acaba por no ver el mundo sino en pedagogía —y sólo en la suya, lo que es peor— o al político se le vuelve la vida pura malicia baja y jugarreta electoral, la extensión, digamos la inundación del oficio, para en calamidad.

Hacer el carpintero, o el curtidor, y hasta el zapatero como Tolstoi, unas horas a la semana, se vuelve salubre, crea más ancho contacto con las gentes, equilibra y humaniza muchísimo.

Inténtese cualquier ensayo, cualquier aventura, para no continuar en el engaño del falso oficio, que nos dio un padre vanidoso, nada más que por ser el suyo o que nosotros cogimos aturdidamente, y por pereza dejamos sobre nosotros como el hongo muerto.

Son tan raros el hombre y la mujer domiciliados en oficio legítimo, que llega a parecernos suceso toparnos con ellos. A mí se me hace una fiesta verdadera mi encuentro lo mismo con el herrero que con el médico genuino. No puede creerse en una naturaleza tan estúpida que sólo logre hacer diez artesanos en una comunidad de obreros; aquí como en todas las cosas es la vanidad quien anda torciendo realidades y volviéndonos la vida necia o infecunda.”

Y qué certero lo que señala nuestra Gabriela, a los padres y apoderados que, más por sus propios sueños frustrados o anhelos de ascenso social, o acaso legítima preocupación por el futuro de sus retoños, obligan a estudiar lo que ellos piensan es lo mejor, torciendo vocaciones, especialmente, cuando aquellas están vinculadas al mundo de las artes y la cultura. Dicen preocupados y enfáticos, te vas a morir de hambre. ‘Estudia esta profesión liberal más valorada social y económicamente’. Se impone en ellas y ellos, más el tener que el ser, y aquello va cobrando su agria cuota de rabia, dolor y sufrimiento en una comunidad que no lo desea ni merece. Tantos talentos frustrados en oficios o profesiones no deseadas. ¡Dejemos a nuestra bella juventud buscar con espléndida libertad, el destino propio y natural al que están llamados a servir y servirse!

“Si viviéramos los tiempos de Esparta dura y neta, se merecerían una corrida de baqueta en plaza pública, como represalia del Estado, la legión de padres insensatos que dan a los países, en sus hijos, los falsos constructores y los falsos marinos, y los falsos maestros… y los falsos abogados cuya abundancia hace horizonte como la hierba y se come sin beneficio la noble fuerza del suelo americano.

Pero no estamos en Esparta y el oficio artificial viene matando las corporaciones y tornando estúpidas las comunidades en que uno es el nombre y otro el hombre. Se dice ‘profesor’ y hay que hurgar debajo de eso; se dice ‘licenciado’, y lo mismo: porque el nombre desde hace tiempo ya no expresa sino una pretensión insolente, ni siquiera una aspiración ardorosa.”

Por Rodrigo Marcone, Instituto América Gabriela Mistral