Han pasado 52 años desde aquel 11 de septiembre que quebró la democracia chilena, interrumpió la vida republicana y dio paso a una de las dictaduras más brutales de la historia contemporánea. Miles de compatriotas fueron ejecutados, desaparecidos, torturados o forzados al exilio. Se trató de una herida profunda que aún hoy late con fuerza en nuestra memoria colectiva.
En la antesala de un nuevo proceso electoral, con ocho candidaturas que expresan miradas y matices ideológicos diversos, el pasado vuelve a cruzarse inevitablemente en el debate público. Para algunos, lo ocurrido fue un “Gobierno Militar”, para otros un “régimen”, y para muchos simplemente una dictadura. Unos intentan justificar la violencia apelando al contexto de la época, otros la condenan sin matices. Lo cierto es que, más allá de las denominaciones, la fractura de 1973 dejó cicatrices que la democracia ha sido incapaz de cerrar del todo.
No es casual que en tiempos de campaña resurjan los discursos polarizados. Algunos llaman a “pasar la página” y concentrarse en los problemas cotidianos de la ciudadanía. Sin embargo, ¿puede una sociedad avanzar si niega o relativiza el sufrimiento de miles de familias que aún buscan verdad y justicia? ¿Se puede hablar de futuro sin un compromiso claro con la memoria y los valores democráticos que nos unen?
La sombra del 11 de septiembre no se limita al recuerdo histórico; se percibe en el lenguaje con que se debate en la arena política y en las redes sociales, donde se fomenta el odio y la descalificación del adversario. Es el eco de un país que sigue dividido, atrapado en una narrativa de vencedores y vencidos que nos impide construir un horizonte común.
Hoy más que nunca, cuando la ciudadanía se prepara para decidir el rumbo de Chile en las urnas, se vuelve urgente recordar que la democracia no es un bien garantizado, sino una conquista que requiere cuidado constante. El mejor homenaje a quienes sufrieron la barbarie es aprender de esa historia para no repetirla.
El 11 de septiembre no debe ser visto como un ancla que inmoviliza al país, sino como una memoria que nos alerta y responsabiliza. Solo reconociendo con claridad lo que ocurrió podremos dar pasos hacia una convivencia democrática más sana, donde la discrepancia no se traduzca en odio y donde la política recupere su esencia: servir a las personas y no dividirlas.









