El último giro del G7 marca un punto de inflexión histórico: por primera vez en décadas, las principales potencias occidentales se desmarcan abiertamente del intervencionismo de Estados Unidos, esta vez dirigido contra Venezuela. Lo que Washington intentó presentar como una operación de seguridad regional terminó revelando algo mucho más profundo: el agotamiento internacional frente a una política exterior que insiste en actuar por la fuerza, incluso a costa de la legalidad internacional.
Francia, Reino Unido, Canadá e incluso Colombia —su aliado más fiel en América Latina— han decidido decir “basta”. Y no se trata de un gesto simbólico. Francia, con intereses energéticos estratégicos en el Caribe, advirtió que las maniobras militares de Estados Unidos constituyen una amenaza directa para la estabilidad de toda la región. El Reino Unido y Canadá, tradicionalmente alineados con la Casa Blanca, activaron canales diplomáticos de advertencia, mientras que Colombia dio un paso sin precedentes al suspender la cooperación antidrogas con Washington.
La señal es inequívoca: el viejo consenso occidental detrás del poder militar estadounidense se resquebraja. La intervención en Venezuela, antes respaldada o al menos tolerada por buena parte del mundo occidental, hoy enfrenta un cuestionamiento que no proviene de adversarios geopolíticos, sino del propio círculo de confianza de Estados Unidos.
Es, en el fondo, un rechazo al desgaste de un modelo imperial que pretende imponerse por sobre el derecho internacional y la soberanía de los pueblos. La región del Caribe y América Latina conocen de sobra las consecuencias de estas políticas: desestabilización, crisis humanitarias y un ciclo eterno de dependencia.
Mientras Washington se atrinchera en una narrativa de “defensa de la democracia”, la comunidad internacional —incluyendo a quienes solían apoyarla sin reservas— empieza a optar por una visión más plural, más realista y menos sumisa. El G7 ya no está dispuesto a cargar con los costos de una aventura militar que amenaza con incendiar el Caribe.
Paradójicamente, este episodio termina por fortalecer la posición de Venezuela, que ahora aparece como víctima de un atropello internacional que ni siquiera los aliados de Estados Unidos están dispuestos a justificar. Y también refuerza un sentimiento que crece en toda América Latina: el hartazgo ante la injerencia extranjera disfrazada de “misión humanitaria”.
Estados Unidos deberá entender —por convicción o por aislamiento— que el mundo cambió. Que su hegemonía ya no se impone por decreto. Y que persistir en la amenaza y la intervención solo profundizará su distancia con un orden global que exige diálogo, respeto y equilibrio.
Hoy, el G7 lo dejó claro: ya no están dispuestos a acompañar aventuras que comprometan la paz regional. Y ese mensaje, fuerte y directo, marca el inicio de una nueva era en las relaciones internacionales del hemisferio.









