La reciente designación de la líder opositora venezolana María Corina Machado como ganadora del Premio Nobel de la Paz ha generado sorpresa, debate y, por qué no decirlo, desconcierto en amplios sectores políticos y sociales. Más allá de las simpatías o antipatías hacia su figura, este reconocimiento revela una preocupante señal sobre el sesgo político que parece haberse instalado en una distinción que, históricamente, debía representar la neutralidad moral y el compromiso humanitario universal.
Machado, férrea opositora del régimen de Nicolás Maduro, ha encabezado durante años una lucha política que, sin duda, se enmarca en la búsqueda de libertades democráticas. Sin embargo, sus declaraciones y acciones avalando incluso la intervención militar extranjera, en particular la de Estados Unidos, abren una profunda contradicción con el espíritu mismo del Nobel de la Paz. Resulta inquietante que una dirigente que ha justificado escenarios de confrontación armada y presiones internacionales sin medir las consecuencias humanas —especialmente sobre la población civil venezolana— sea hoy reconocida como un símbolo global de la paz.
La decisión deja entrever un mensaje político de “bando” por parte del Comité Nobel, que parece alinearse más con intereses geoestratégicos que con la esencia pacifista del galardón. Se premia a quien encarna una oposición radical a un gobierno cuestionado, pero se pasa por alto la ética pacifista que debería guiar este reconocimiento. No se trata de negar las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos en Venezuela, sino de señalar la paradoja de premiar la confrontación bajo el nombre de la paz.
Contrastando esta decisión, destaca la figura del presidente de Colombia, Gustavo Petro, cuya voz en la reciente Asamblea General de la ONU resonó con un llamado sincero a la humanidad y a la justicia global. Petro no solo impulsa un complejo proceso de pacificación interna en su país, sino que ha alzado la voz para denunciar sin ambigüedades el genocidio en Gaza cometido por Israel, defendiendo la vida y la dignidad de los pueblos sin distinción ideológica. Su discurso no divide entre aliados y enemigos: interpela a toda la humanidad.
En este contexto, la entrega del Nobel a Machado deja un sabor amargo. Lejos de fortalecer la causa de la paz, parece debilitar su sentido más profundo al confundir la lucha política con la acción pacificadora. La paz no se construye desde la imposición ni desde la amenaza; se edifica desde el diálogo, la justicia y la empatía con los pueblos que sufren.
El Comité Nobel, una vez más, nos obliga a preguntarnos: ¿a quién sirve realmente este premio? ¿A los hombres y mujeres que siembran reconciliación o a quienes se vuelven instrumentos de una narrativa geopolítica conveniente? La respuesta, lamentablemente, parece alejarse del ideal de Alfred Nobel y acercarse más a los intereses del poder.
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