El agresor, que ha muerto, ha abierto fuego contra una veintena de congresistas mientras practicaban béisbol en Virginia. Al menos, cinco heridos.
El odio. La locura. Las armas. El pequeño empresario de Illinois James T. Hodgkinson, de 66 años, hizo sentir a EEUU el vértigo de la tragedia. Obsesionado por Donald Trump, este hombre sin antecedentes graves empuñó un rifle de asalto y disparó contra una veintena de congresistas conservadores que jugaban al béisbol a 20 minutos del Capitolio. En su ataque hirió a cinco personas, entre ellas al líder de la bancada republicana en la Cámara de Representantes, Steve Scalise, quien ha entrado en estado crítico. Luego fue abatido a tiros. En Washington, los ya viejos fantasmas del control de las armas y el odio político resucitaron.
Hodgkinson encarna un enigma. Febril activista demócrata y voluntario en la campaña de Bernie Sanders, su vida nunca había pisado las sombras del crimen. Vociferaba mucho pero carecía de antecedentes por delitos graves y, siempre según las primeras informaciones, no era más que un jubilado que había dejado atrás su actividad de contratista e inspector de casas. Un hombre destinado al olvido hasta que el demonio empezó a bullir en su cabeza y en su cuenta de Facebook dejó escrito que quería “destruir a Trump y compañía”. Ayer, a las 7.20 sus palabras tomaron cuerpo en la verde y soleada calle East Monroe, en Alexandria.
Sin que nadie le detuviese, accedió a la cancha de béisbol de la organización YMCA. Allí, con sus uniformes rojos y blancos, los congresistas republicanos estaban entrenándose para su clásico partido contra los demócratas. Una tradición que se celebra cada año desde 1909 y que tiene como fin recaudar fondos para entidades caritativas.
Hodgkinson sacó entonces su rifle de asalto. Algunas versiones aseguran que se trata de un M-4, un devastador fusil de combate usado por la infantería de Estados Unidos. Armado y furioso, el atacante se lanzó al campo y, nuevamente sin encontrar obstáculo, apuntó a los parlamentarios. Dio comienzo la vorágine. Sorprendidos por la lluvia de balas, los congresistas empezaron a correr, a buscar refugio, a huir. “Fue una locura”, rememoró a la CNN el parlamentario Mo Brooks.
Uno de los primeros en caer fue Scalise, de 51 años, el tercer hombre con más poder entre los republicanos de la Cámara de Representantes. “De pronto oí un ¡bam! Me di la vuelta y lo vi solo por uno o dos segundos: el agresor estaba en la tercera base y seguía disparando a la gente… Escuché gritar a Scalise, le habían alcanzado. Los tiros no paraban, nos dispersamos por la pista”, contó Brooks.
Alcanzado en la cadera, Scalise no podía moverse. Pero no permaneció quieto. Empezó a arrastrarse por el campo, mientras el tirador seguía apretando el gatillo. En la confusión, muchos congresistas buscaron refugio detrás de los árboles. “Me quedé ahí parapetado, mientras mi hijo de 10 años salía del lugar y se escondía de bajo del coche”, recordaba el congresista por Texas Joe Barton.
Dos policías del Capitolio se lanzaron a defender a los parlamentarios. “Aquello duró minutos, era un tiroteo a corta distancia; se interpusieron y enfrentaron al atacante”, señaló un testigo a la televisión. Los agentes, con riesgo de sus vidas, dispararon a cuerpo descubierto. Hodgkinson fue alcanzado e inmovilizado.
El lugar se había cubierto de sangre y el pánico seguía vivo. La posibilidad de que hubiese más atacantes hizo que los policías mantuvieran las armas en la mano. Junto a Scalise habían resultado heridos dos policías, un colaborador parlamentario y un lobista.
Médico de profesión, Scalise dirigió a sus compañeros en los primeros auxilios. Un congresista buscó unas tijeras, le cortó los pantalones y accedió a la herida. Para frenar la hemorragia, Brooks le taponó con ropa, luego le hizo un torniquete con su cinturón. Los helicópteros sanitarios no tardaron en llegar. Scalise y los otros fueron evacuados. La situación del líder republicano era crítica. El atacante falleció poco después.
En el lugar quedó el aire de la tragedia. Que no se hayan registrado más muertes es difícil de entender. Tanto por la potencia del arma empleada como por la indefensión de las víctimas, concentradas en un campo horizontal y sin protección, el tiroteo estaba destinado a devenir en una matanza. No lo fue, pero sirvió para dar un aldabonazo en la memoria.
El caso de Gabrielle Giffords renació con fuerza. La congresista demócrata fue salvajemente atacada en Tucson (Arizona) en enero de 2011. Un balazo en la cabeza durante una reunión al aire libre con votantes. Murieron seis personas. El asesino, con graves problemas psiquiátricos, fue condenado a cadena perpetua. Desde entonces, Giffords, pese a sus problemas de movilidad y habla, se ha vuelto una activista contra las armas. “Mi corazón está con mis antiguos colegas, sus familias y trabajadores, y con la policía del Capitolio. Servidores públicos y héroes hoy y cada día”, dijo en Twitter. El fantasma de la falta de control de las armas fue también recogido por el gobernador de Virginia, Terry McAuliffe. “Cada día mueren 93 personas por arma de fuego, esto es insostenible, hay que cambiar”, afirmó.
Trump, que ayer cumplía 71 años, llamó a la unidad en un mensaje a la nación. “Podemos tener nuestras diferencias pero en tiempos como estos, nos viene bien recordar que todos los que sirven en el Capitolio están ahí porque aman su país. Somos más fuertes cuando estamos unidos y trabajamos por el bien común”. Su tono fue inusualmente comedido.