“La Mujer-Cosa”

La mujer-cosa era una mujer llamativa. No porque siguiera los estereotipos de belleza tradicionales o porque fuese linda naturalmente. No, la mujer-cosa se sentía bien, lucía vestimentas estrafalarias, muchas veces comprada en la ropa americana o bien rebuscada en los roperos de tías.

Tampoco se maquillaba, a lo más, se encrespaba sus enormes pestañas con una cuchara de té, todas las mañanas junto a un café, una medialuna y su portátil, mientras revisaba sus correos y noticias de diarios independientes. Tenía un corte de pelo asimétrico, con visos de tintura que pudieron haber sido verde en algún momento. La mujer-cosa amaba, amaba cualquier situación o persona que le causara emoción, pero por sobre todo amaba a un hombre, un hombre que la hacía feliz en la cama, la cocina, la alfombra o el sillón. Pero que, sin embargo, no la escuchaba.

La mujer-cosa lo acompañaba a cenar y pasaba horas siendo un receptáculo auditivo de sus sinsabores laborales. No revisaba su celular mientras estaba con él, eso causaba cambios en su actitud amable y cariñosa. La mujer-cosa no era su amiga en redes sociales, él decidió eliminarla para no sufrir con los múltiples comentarios de los amigos de la mujer-cosa en sus felices fotos. Se excusaba diciendo “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Cuando la mujer-cosa comenzaba a hablar de sus logros e ideas, él se paraba a fumar un
cigarrillo lejos de ella, para no molestarla con el humo. La mujer-cosa al final del día dudaba, dudaba del hombre que la hacía feliz momentáneamente, corporalmente, pero dudaba aún más de ella misma.
Dudaba de ser como le gustaba ser.
Dudaba de amar a sus amigos.
Dudaba de sentirse bien.