Las recientes declaraciones del presidente Gustavo Petro interpelan con fuerza moral y política a la comunidad internacional. En medio del silencio cómplice de muchos gobiernos y organismos multilaterales, Petro pone el dedo en la llaga: ¿qué legitimidad tienen las instituciones internacionales si callan ante la muerte injustificada de decenas de personas en el mar Caribe, producto de operaciones militares estadounidenses sin pruebas, sin juicios, sin resultados y, según la ONU, con características de ejecuciones extrajudiciales?
Según informes recientes, las acciones ordenadas por el presidente Donald Trump contra supuestas embarcaciones vinculadas al narcotráfico en el Caribe han dejado más de sesenta muertos. No hubo debido proceso, ni verificación de inteligencia, ni proporcionalidad en el uso de la fuerza. Hubo, en cambio, la aplicación brutal del poder militar sobre vidas humanas, en aguas compartidas por naciones soberanas del continente.
Y entonces surgen las preguntas que el presidente Petro lanza al aire —y que retumban en las consciencias de los pueblos latinoamericanos—:
¿Por qué la OEA no se reúne de urgencia para estudiar estas violaciones sistemáticas a los derechos humanos?
¿Por qué la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con sede en Washington, no dicta medidas cautelares?
¿Es miedo? ¿O es que el progresismo, los gobiernos del sur y las instituciones de derechos humanos prefieren callar cuando el violador del derecho internacional es el imperio del norte?
Estados Unidos es signatario de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Sin embargo, parece actuar como si sus obligaciones fueran optativas, como si los tratados solo rigieran para los demás. ¿Es la Convención Americana unilateral? ¿Está diseñada para disciplinar a los países latinoamericanos y caribeños mientras el poder imperial queda exento de toda rendición de cuentas?
El sistema interamericano de derechos humanos, construido en los años setenta con la esperanza de frenar las atrocidades de las dictaduras, enfrenta hoy una crisis de legitimidad. Si no puede —o no quiere— cuestionar la violencia desproporcionada de una potencia sobre naciones vecinas, ¿para qué existe? ¿Qué sentido tiene un orden internacional que protege a unos y condena a otros según su poder militar o económico?
El Caribe se ha convertido en escenario de una profunda disputa por la soberanía continental. Lo que está en juego no es solo la vida de los muertos sin nombre, sino el principio mismo de igualdad entre las naciones. América Latina y el Caribe deben decidir si quieren seguir siendo un conjunto de Estados subordinados a la voluntad de Washington o si aspiran a ser, de verdad, un bloque de pueblos soberanos.
Como lo sugiere Petro, la disyuntiva es clara y urgente:
O somos un continente de naciones libres, o seguimos siendo una colonia del imperio.









